domingo, 23 de febrero de 2014

El Pingón


Yo soy un moro judío  que vive con los cristianos,

No sé que Dios es el mío ni quienes son mis hermanos.

Jorge Drexler



Cuenta la leyenda que tras el diluvio, Tau, nieto de Noé, llegó a la desembocadura del Duero y que, después de fundar Oporto y recuperarse de las penurias de la navegación, Yahvé le ordenó que llevara a su gente hacia el este, “ir al este” les dijo. Así que, río arriba, navegando  mientras les fue posible y caminando después,  aquí llegaron  Tau y sus huestes,  y aquí se establecieron en estas tierras que, efectivamente, estaban  al este. Como está demostrado científicamente, el lenguaje siempre tiende al ahorro y a la comodidad y en ese sentido va cambiando los nombres de los sitios y las cosas. Aquel  “al este” fue evolucionando: se unió el artículo al nombre, la primera e  se convirtió en i, y así nació  Aliste, palabra evidentemente mucho más fácil de pronunciar que la original al este.  Y  así surgió el nombre  por el que se conoce desde tiempo inmemorial a  la comarca y designa también al río, del que no esta muy claro si la cruza o la delimita. Esta es la teoría definitiva que aclara de donde viene el nombre de este territorio,  que echa por tierra la  de que se llama así por la existencia de alisos. Ahora se nombra como comarca que está situada al noroeste de Zamora, pero la realidad   es que está: “aliste de Oporto”.

No le den más vueltas, esta es la historia y ese es   el origen  y la razón  de la presencia de los judíos en la comarca, donde estuvieron muchos siglos, hasta que en 1492 los reyes Católicos los echaron, siendo Argozelo y Carçao, localidades portuguesas próximas, los lugares donde se aposentaron los que de aquí hubieron de huir a causa de su expulsión. Aunque tampoco en Portugal les fue tan bien.  

En Alcañiças el barrio judío (1) se ubicaba extramuros, en el suroeste de Dentro la Villa, en la soleada ladera que mira hacia el cañico de abajo,  en   las Tenerías, que era el sitio, de ahí el nombre, donde ellos desarrollaban la labor de curtición y tratado de las pieles, trabajo en el que eran expertos.  Los judíos siempre procuraban hacer su vida un tanto separados de los otros habitantes de la localidad; aunque las relaciones y la convivencia eran cordiales, nunca se mezclaban, amigos sí, pero cada uno en su casa y Dios, aunque con nombres diferentes, en la de todos. Tenían  los judíos su propio cementerio en la margen derecha del río, muy cerca de la desembocadura del Chapardiel, vigilado por la peña que todavía hoy conocemos con el nombre que secularmente lleva esa raza: la Peña de los judíos. Con los Templarios que, ojo al dato, comenzaron su andadura en el templo de Salomón, y fueron durante  casi dos siglos  señores de Alcañiças, siempre se llevaron muy bien.

El  tiempo en que el señorío de la villa perteneció a la orden del Templo, los judíos vivieron la época más tranquila y prospera, se  sentían protegidos y contribuyeron a que la localidad fuera entonces un importantísimo lugar al que visitaban reyes, reinas, nobles, obispos, etc. Evidencia de ello fue la larga estancia, casi un mes, que aquí pasaron la reina de Castilla Doña María de Molina,  Fernando IV,  Don Dinis, rey de Portugal, su esposa  Isabel, la aragonesa reina de Portugal beatificada en 1625, acompañados de los nobles de ambos reinos,  Guzmán el Bueno, por ejemplo ( el del famoso puñal de Tarifa),  durante la cual, entre otras cosas,  acordaron un intercambio de territorios a ambos lados de la frontera, que fijó los limites  de los reinos y que, con ligeras variaciones, siguen vigentes en la actualidad. De este tratado, concordia o como se quiera denominar, salió muy beneficiado el rey Dinis que se aprovechó de la debilidad, económica e institucional,  y la presión, guerra civil por medio, a que en Castilla estaba sometida Doña María de Molina y su hijo Fernando el IV.

Después de este largo preámbulo, vamos con la leyenda:

 Hoy, aunque es muy posible, debido a los obstáculos que hay para poder acceder a ella, que muchos no sepan nada de la fuente del Pingón, esta sigue existiendo. Está  en la ribera, en el fondo de la cortada rocosa que cae desde la estribación del alto de la Atalaya (siempre pongo la Talaya, ahora me vuelvo la chaqueta), en una pequeña concavidad en la que constantemente gotea agua purísima filtrada por las rocas, formando una pocita donde, de bruces, han bebido generaciones y generaciones de alcañiceños. Al  alto de la Atalaya lo horadaba  una enorme cueva (todavía hoy conservamos los nombres de  Peña Cueva y Cueva de los Judíos)  que sólo era conocida por estos y allí  se refugiaban  en tiempos de persecuciones y progons.

Los  judíos, conversos y cristianos solo tenían relaciones comerciales y de mera convivencia;  y aunque procuraban evitar intimidades interraciales,  alguna vez surgían amores  entre jóvenes  cristianos/as con  judíos/as, “que bonito es el amor” como dijo el alcalde Carrión celebrando una boda, que tenían la consecuencia de mezclas no siempre bien aceptadas por los miembros de las distintas razas que en la localidad convivían.

Una de estas relaciones fue la que surgió entre Raquel y Ervigio,   judía ella, y  de ascendencia alana él. Corría el último cuarto del siglo XV y los tiempos eran agitados por estas tierras fronterizas. Los portugueses eran partidarios de La Beltraneja (2), hija de portuguesa y, por tanto, no apoyaban a Isabel  como heredera del trono de Castilla, cosa que se dilucidó no lejos de estas tierras, justamente en Toro el año 1476. Y por aquí, como tantas veces, era un ir y venir de tropas. Los judíos, que preveían de esto malas consecuencias para ellos, entablaron relaciones con Portugal tratando de guardarse las espaldas buscando un sitio donde poder establecerse en caso de necesitar salir del país. Todo esto hacía que Raquel y su enamorado Ervigio tuvieran muchas mas dificultades de las habituales para relacionarse. Los  padres de ambos, que hasta entonces habían sido tolerantes,  prohibieron terminantemente sus entrevistas y la pareja, para seguir viéndose hubo de utilizar el ingenio y buscar nuevos sitios para sus encuentros.

Raquel, aunque nunca puso interés en ello,  había oído  hablar en su casa de la existencia de una gran cueva. Pero ahora era una plática, si bien velada y sólo entre los mayores, que  se repetía frecuentemente. Se interesó en el asunto y entre los retazos de conversaciones que pudo escuchar, descubrió que lo de la cueva era real y que había en las laderas de la Atalaya puertas de acceso. Se lo dijo a Ervigio y ambos se dedicaron a buscar los sitios por donde poder entrar en la cueva, si es que de verdad existía. Tuvieron suerte y encontraron una grieta en la concavidad que hoy es la fuente que les permitió acceder a la gruta. Desde entonces ese fue el lugar de sus encuentros, que dedicaban  a explorar las sinuosidades de las dependencias que allí formaba el terreno.

Como venían sospechando, desgraciadamente los malos tiempos llegaron para los correligionarios de Raquel. Los Reyes Católicos decretaron la expulsión de todos los que pertenecían a  la religión y raza judía. Y aunque en estas tierras fronterizas la ejecución de la orden se podía dilatar en el tiempo, todos los componentes de esa colectividad  decidieron  curarse en salud  y establecerse en el  vecino reino siendo la localidad de Argozelo la elegida por la mayoría de ellos. Poco  a poco para allí fueron trasladando sus pertenencias y estableciendo sus industrias. 

La familia de Raquel, que era  de las  relevantes de su comunidad, fue la última en abandonar Alcañiças. Ervigio y ella, que con las perturbaciones que en la cotidianidad había producido el decreto de expulsión, se podían  ver casi sin restricciones; afianzaron sus relaciones y decidieron no separarse pasase lo que pasase. Los padres de Raquel intentaron llevarla con ellos a toda costa y pusieron todos los medios  para conseguirlo. Pero la pareja, ya resuelta a permanecer juntos toda la vida, buscó refugio en la cueva y se internó en uno de sus múltiples escondrijos, decididos morir en el empeño si fuera necesario. La familia de ella  fue renunciando a la hija pensando en que había renegado de sus creencias y la de él, especulando con la posibilidad de   que su hijo se había fugado con Raquel, desistió en la búsqueda.

La pareja vivió muchos años en la enorme cueva disfrutando de la belleza que resplandecía a la luz que se filtraba por el translúcido cuarzo que cubría  parte del techo. Pasó el tiempo y el olvido se llevó el recuerdo de la cueva. La  naturaleza fue cerrando los accesos y el abandono, la desidia y el desinterés,  dieron  paso a gentes poco preocupadas por el pasado. La apatía dejó en el olvido la existencia de la cueva y la de la pareja que la habitaba. Las rocas, removidas por los terremotos que de vez en cuando  surgen a lo largo de los años, rellenaron la concavidad; los huecos que no ocupaban se anegaron de agua, y esta es   la que, aún hoy, destilando y purificándose entre las rocas, cae gota a gota en la pequeña gruta que  forma la preciosa fuente.

Jesús Barros

(1)       “La  judería de Alcañices es un curioso enclave fronterizo que necesita una monografía específica”. Juderías y sinagogas de la sefarad medieval. Ponencias de varios autores. Editores, Universidad de Castilla la Mancha. 2003

(2)       Juana de Trastámara, única hija de Enrique IV y de Juana de Portugal. Se dice que era hija de Beltrán de la Cueva, de ahí lo de Beltraneja,  aunque parece ser que fue concebida por inseminación artificial. Un  médico judío  recogió el semen de Enrique y fecundó con él a Juana.  El tal Enrique era impotente con su mujer pero no con meretrices

Jesús Barros 

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