sábado, 30 de septiembre de 2023

 

¡Quien es Dios!

 

                                    

         No piensen que este aparatoso  título es una tesis teológica o filosófica, se trata sencillamente de contar las repuestas que dio a las preguntas que le hicieron a una niña a la que estaban adoctrinando para recibir la primera comunión. Así que tranquilos que no es tan transcendente la cosa.  

        En aquellos oscuros tiempos en los de la creencia de que “la letra con sangre entra”, bueno, quizá la sangre no llegara al rio, pero sí que los castigos corporales eran los que primaban: largas puestas de rodillas, alguna que otra bofetada y, algún que otro coscorrón con el puño cerrado y el dedo corazón sobresaliendo  para que percutiera con fuerza sobre la pobre cabeza del indefenso aprendiente.

 

     Bien, pues en ese entorno, a una niña que contaría seis o siete años, el sacerdote que les daba la doctrina siguiendo el catecismo del padre Astete, le preguntó que quien era Dios. La niña, posiblemente influida por las conversaciones que oía en su casa, sin pensárselo dos veces, contestó: Corcovado y otros dos. La bofetada no se hizo esperar, pero la respuesta fue premiada con el paso a la historia,  quedando en el acervo cultural de la villa. La frase fue durante mucho tiempo repetida por todos, no tratando ridiculizar a quien la dijo sino como definición del estatus social  de quienes  eran entonces los que mandaban de verdad en la localidad, y que la niña tenía como los verdaderos, quizá sería mejor decir reales, dioses.  

 

            En el aprendizaje del catecismo había una parte  de difícil comprensión para las mentes infantiles, bueno, yo todavía le sigo dando vueltas, que además serbia para que los catequistas tuvieran la oportunidad de practicar la política para enseñar que mencioné al principio. O sea, coscorrón y tente tieso. Esta era aquello de preguntar al niño o niña asistente a la catequesis: ¿el Padre es Dios?, la contestación irremediable era sí padre; ¿el Hijo es Dios? evidentemente la  respuesta era, sí padre; y ¿el Espíritu Santo  es Dios? obviamente la respuesta también era, sí padre. Y luego venia la inevitable ¿entonces cuantos dioses hay? La rápida respuesta era: tres, pura lógica, que traía aparejada la consiguiente bofetada y la calificación subsiguiente, que nos podemos imaginar.

        A quienes la niña en la repuesta calificó como dioses eran: los Corcovado, apellido, no defecto físico, los España, “lagartos”, y los Calvo, “sapines”. Los primeros, que además de tener un molino harinero en Cerezal, posesión suficiente  para pertenecer a la oligarquía rural, eran los mayores terratenientes de la localidad. Los segundos, los lagartos, tenían distintas profesiones liberales: medico, abogado y droguería, además de posesiones e intereses en bancos y empresas que cotizaban en bolsa. Los terceros, “los sapines”, también tenían un molino harinero en Alcañices, eran los concesionarios de la distribución de la energía eléctrica en varios pueblos  de Aliste y tenían distintos negocios en la villa. Esto es una aproximación  a los bienes que poseían estas familias, por eso, en tiempos de carencias y hambruna de mucha gente de la localidad, no es raro que la niña decidiera que para ella esos fueran los dioses. Curiosamente  de los Corcovados no queda nadie en la villa, todos se fueron. Ninguno  de los España tuvo descendencia, aunque creo que uno si la tuvo pero no estaba vinculado al pueblo. Los  Calvo  si tuvieron descendientes y alguno de ellos sigue en la localidad.

         La misma niña, y también en la fase de preparación para tomar la primera comunión, fue protagonista de otra anécdota que se sigue recordando. Para la enseñanza del catecismo los sacerdotes que daban la clase y hacían las preguntas se ponían, bien por fuera o bien por dentro del corro que formaban los niños/as a quienes  estaban formando  para recibir tan importante sacramento. Desde su posición hacían las preguntas y respondían con un reconocimiento, un bien o una palmadita, aprobatorio si la respuesta era acertada o un castigo, habitualmente físico, acompañado del apelativo de burro o burra, si aquella era errada.   

          En esta disposición, el doctrinante le preguntó: ¿Cuál es el día más feliz de tu vida? La respuesta fue rápida y sincera: El día de la matanza. El docente que esperaba otra respuesta, quizá más adecuada a la situación pero no tan sincera, quedó  tan desconcertado  que no aplicó castigo alguno. En cambio los compañeros neocomulgantes reaccionaron con una ruidosa carcajada. En ese punto se dio por terminada la clase. El docente quedo tan desconcertado que no acertó con otra manera de solventar la situación. La niña había manifestado su verdad, el día de la matanza, o mejor dicho, los días de la matanza no se iba a la escuela, se jugaba mucho y se comía bien, ¡que rica aquella chanfaina! Es que, como decía un gran actor español, ¡lo primero es lo que va delante!

         ¿A que era verdad que esto no tiene nada que ver ni con teología ni con filosofía?

                                                                  Saludos


viernes, 17 de marzo de 2023

OTRAS HISTORIAS

 

OTRAS HISTORIAS

 

            En el libro Capa y Espada de Fernando Fernán Gómez me encontré con estos versos


                                                    La carne la, sangre y sudor

                                                    se llevan las provisiones

                                                    quedos están los millones

                                                    y Olivares, gran señor,

                                                    Alcañices cazador,

                                                    Carpio en la cámara está,

                                                    Monterrey es grande ya,

                                                    don Baltasar presidente…

                                                    Las mujeres de esta gente

                                                    nos gobiernan … ¡Bueno va!


    Esta es una coplilla que, en los primeros años del reinado de Felipe IV, recita Juan de Tassis, en una casa de conversación, mentidero, para un grupo de amigos. Y continua el relato: No sólo ríen Góngora y don Juan, sino todos los amigos que los acompañan. Algunos, o alguno, no debe, de ser tan amigo, pues esa misma noche Olivares, tras haberlo leído, estruja el papel entre sus manos.

    Rie, conde, pero deprisa. Y sigue confiando en tus burlas que antesde lo que pienses traeran el llanto a ti y a la francesa.(La francesa era Isabel de Borbón, esposa de Felipe IV)

    Al leer Alcañices, aunque es evidente que aquí se refiere al marqués, me picó la curiosidad y decidí averiguar cual era la razón de la mención al  de  villa y  de los otros nombres en los versos.

    El recitador, Juan de Tassis y Peralta, conde de Villamediana, escritor, poeta y compositor de comedias, era un don Juan, un conquistador. Se cree que fue el que inspiró a José Zorrilla para crear el personaje del Tenorio. A su muerte, el dramaturgo Antonio Hurtado de Mendoza escribió: Ya sabéis que era Don Juan / dado al juego y los placeres; / amábanle las mujeres / por discreto y por galan. / Valiente como Roldán /y más mordaz que valiente… / mas pulido que Medoro / y en el vestir sin segundo, /causaban asombro al mundo / sus trajes bordados de oro/ Muy diestro en rejonear, / muy amigo de reñir, / muy ganoso de servir, / muy desprendido en el dar./ tal fama llegó  a alcanzar / en toda la Corte entera / que no hubo dentro ni fuera / grande que le contrastara, / mujer que no le adorara, / ni hombre que no le temiera.

    Villamediana tampoco hacia ascos a los efebos. Pertenecia al selecto circulo privado los del Mañana, grupo que se reunia y hacía fiestas, a las que no invitaban a señoras, en la Quinta del Jaral, finca situada entre los montes del Pardo y Aravaca. En una de esas fiestas, durante un baile, le birló un joven a otro concurrente cosa que fue causa de un duelo y que pudo ser tambien la razón de su asesinato, aunque  es mas probable que el atentado que le causó la muerte fuera ordenado desde altas instancias. De él se decía que en amores femeninos  picaba bien, pero picaba alto. O sea, que una de sus amantes era Isabel de Borbón, esposa de Felipe IV, aunque también se decía que sus amores con las mujeres solo eran amores platónicos y que estas   se dejaban querer solo para presumir. Ir del brazo del de Tassis daba categoría.

   El primer personaje nombrado  es Olivares, a quien en el verso llaman Gran señor.  Este gran señor era, nada más ni nada menos que Gaspar de Jovellanos, conde duque de Olivares. La  persona en aquel momento más poderosa de la península Ibérica,  a quien Felipe IV le había concedido el titulo de grande de España. Estaba casado con Inés de Zuñiga y Velasco, hija del conde de Monterrey, Dama principal de la reina y Camarera mayor  de palacio entre otras muchas cosas, a quien don Benito Pérez Galdós  “retrató” en la novela Doña Perfecta.

    El siguiente en aparecer es Alcañices, marqués de nuestra villa (entonces a quienes tenian título nobiliario se les conocía más por el título que por su nombre), que en esta ocasión el que lo ostentaba era Alvaro Enríquez de Almansa, VII del título, a quien Felipe IV le había concedido La Grandeza de España. Estaba casado con Inés de Guzmán Pimentel, hermana del conde duque, quien pertenecía al grupo mas íntimo de Damas de la reina.

    En los versos lo definen como cazador y la razón es la siguiente: Alvaro era Montero mayor y a la muerte del poseedor del título de Cazador mayor  del reino,  el rey   nombra a Alcañices como tal. El cargo era una sinecura que tenia la asignación de 750.000 maravedises anuales, suma de dinero enorme para la época, que el siguiente en el cargo no disfrutó desde el nombramiento; hubo de esperar al fallecimiento de Inés de Guzmán, viuda de nuestro marqués.

    El sexto verso dice: Carpio en la cámara está y se refieren a Diego Méndez de Haro, marqués del Carpio, que había sido nombrado Grande de España por el rey. Era  ahijado del marqués de Alcañices y, curiosamente, testigo del asesinato de Juan de Tassis, a quien acompañaba en el coche en el que lo apuñalaron cuando  se marchaba al destierro.Era miembro del consejo de estado y estaba casado con Francisca de Guzmán Pimentel, hermana del conde duque.

    El siguiente verso habla de Monterrey, quien no era otro que Manuel de Acevedo y Zuñiga   conde de ese título, a quien Felipe había nombrado ¿a que no lo adivinan?, Grande de España. Era miembro  del Consejo de Estado y estaba casado con Leonor Maria de Guzmán Pimentel quien, como no, ¡ah!  que ya lo saben, también era hermana de Olivares.

    El último en aparecer en la coplilla, la abre y la cierra, es, con el don por delante, Baltasar . El  conde de Olivares,  duque de Sanlúcar la Mayor, duque de Medina de las Torres, conde de Aznarcóllar, príncipe de Aracena, valído de Felipe IV .......y  factotùm de las Españas. A quien Velazquez pintó, en un grande y gran cuadro, montado en un caballo que parece de cartón y muy lejos de la batalla que se ve  al fondo, ya que, según las malas lenguas, le hacían daño al oído los tiros. Vamos que era un cobardica.  Que mala leche tenia el sevillano.

    Y los últimos versos dicen: y las mujeres de esta gente/ nos gobiernan…. Bueno va.

    Lo que le da ilación y justificación a los que citan, es que a todos  Felipe IV los nombró grandes de España, bueno, Felipe IV no, el de Olivares, excelente admirador de Nepote, a quien todos estaban emparentados. 

    Yo pienso que las mujeres, los maridos y todos los que se relacionaban con Olivares se aprovechaban, y muy bien, de la situación. Felipe IV ni gobernaba ni mandaba. El que lo hacia era el de Olivares que para eso llevaba los nombres de tres reyes, Melchor, Gaspar y Baltasar.

    Y todo esto porque un verso decía ALCAÑICES; si pone y comarca les soluciono la tarde.

 

martes, 6 de diciembre de 2022

ENCUENTRO

La UNESCO declara el repique de campanas Patrimonio Inmaterial de la Humanidad

Dedicado especialmente a todos los que todavía recuerdan los repiques (conciertos) que nos regalaba el Sr. Manolo “el Chivo” 

Aquel fue un día raro. Gentes provenientes de todo España, incluso del extranjero, todos hijos de la Villa, se reencontraban en la plaza, pero extrañamente ninguno sabia cual era la razón que allí los había traído. Algunos no habían vuelto al pueblo desde pequeños. Eran hijos de funcionarios que se fueron allá donde los destinos de sus padres los habían llevado. Pero los más eran nativos, descendientes de padres y abuelos aborígenes, o sea, alcañiceños lígrimos que habían emigrado en busca de una vida mejor. Todos se saludaban con afecto: Agustín, cuanto tiempo sin vernos. ¿Qué tal Felipe? Veo que has traído a toda la familia. Hola María, ya era hora de que conociéramos a tu marido. Muchos se sorprendían al verse después de tanto tiempo. Abrazos, besos, apretones de mano y gestos familiares de cariño se repetían por doquier.

Después de los saludos fueron las preguntas. Una era la que se repetía en todas las bocas: ¿A  qué has venido, que haces aquí? El que hacia la pregunta, al hacerla, inmediatamente se daba cuenta de que tampoco él tenía respuesta. Se miraban unos a otros intentando hallar explicación a lo que pasaba. No la encontraban pero todos se sentían felices de su presencia y del reencuentro. Algo mágico sucedía que afectaba a los nacidos en la Villa que los había llevado hasta ella, aunque ninguno supiera el porqué.

La llegada de los “forasteros” corrió de boca en boca por la localidad y sus pobladores, extrañados y curiosos, también se fueron   concentrando en la plaza tratando de enterarse de lo que pasaba. Todos se   sorprendían al encontrarse con familiares que, en algunos casos, hacía mucho tiempo que no veían y que no habían avisado de la llegada. Aquella mañana, como ya dije, era muy rara. Tal aglomeración de gente se concentró, que la plaza se quedó pequeña y tuvieron que dispersarse por otras calles y plazas de la localidad. Nadie acertaba con la razón de la convocatoria ni  cuál era la  poderosa fuerza que los había arrastrado para estar todos en ese lugar  en ese momento.

Corrían las diez de la mañana. Un coche se paró a la puerta del asilo de ancianos de la capital. Manolo, que ya estaba esperando, salió de la estancia y subió al vehículo. Su aspecto era muy distinto del que tenía cuando lo internaron en la institución. Estaba aseado, recién afeitado y la ropa que vestía estaba limpia y en buen uso. Lo que no habían cambiado eran las manos que seguían teniendo la misma deformidad  a las que las llevó el oficio al que se había dedicado desde su ya muy lejana juventud, y que continuaba ejerciendo en el asilo desde el primer día de su internamiento, hacía más de diez años.

Una vez aposentado en el asiento de atrás del coche sólo dijo: vámonos. Tampoco durante el trayecto hasta el pueblo hubo más intercambio de frases. Manolo, parco en palabras, y el conductor que no tenía otro interés que el de recoger al viajero y llevarlo hasta la localidad de destino a la hora concertada, hicieron que el viaje resultara silencioso y tranquilo.

 Durante  el recorrido, Manolo iba  meditando sobre el tiempo que le tocó vivir y en la convivencia que había tenido con sus vecinos. Se sabía áspero, casi insociable; cuantas veces había contestado a un saludo con aquello de: “a ti te voy a cantar los oficios (funerales)”. Pero estaba seguro del aprecio de la gente. Fueron tiempos en los que faltaba de todo. Cuantos días solo pudo llevar a casa  una torta pequeña de pan y el cuartillo de vino, que eran la parte que le tocaba de la ofrenda, cinco tortas de pan y un litro de vino, que se colocaba en una mesa delante del túmulo,  que hacían los familiares en el cabo de año del fallecimiento de sus allegados. Porque, aunque no lo he dicho, Manolo había sido sacristán, hijo de sacristán, nieto de sacristán, descendiente de  una saga de sacristanes. Toda su vida estuvo ligada a la parroquia y, aunque, dependiendo de la esplendidez del párroco de turno, algunos tiempos  no fueran tan malos, su situación económica nunca pasó de la mera supervivencia. Los mejores momentos del día eran los que pasaba en el campanario repicando. ¡Como disfrutaba cuando los días grandes, los de botillo, competía con los sones que desde la campana de la torre del reloj daba Chinito. Y los mediodías de mayo, el mes de las flores, y durante el novenario de la virgen de la Salud en los que se pasaba casi una hora acariciando, más que golpeando, con el badajo las campanas de la iglesia de San Francisco! Sabía que la gente que estaba trabajando en el campo aprovechaba el tiempo del repique para hacer un descanso, secarse el sudor, refrescar la garganta y deleitarse con sus sones. Dicen los gaiteros que para ser un buen gaitero han tenido que haber al menos tres generaciones en el oficio. Él era campanero y su memoria no recordaba desde donde sus antepasados lo habían sido. Lo llevaba en los genes y nunca pensó que podía haber sido otra cosa. Aprendió de sus antecesores pero los superó a todos. Con las campanas transmitía alegrías: anunciando bodas y bautizos, e informaba si estos eran de niñas o de niños, y tristezas cuando encordaba informando  si los fallecimientos eran de niños o de niñas, en aquellos tiempos desgraciadamente fallecían muchos, o de mayores, distinguiendo en sus sones a mujeres  de varones.     

 Cuando en el coche llegaron a la Villa, no entraron por la plaza. Manolo no quería que lo vieran, quería hacer la misma rutina que hacia  los días de repique  antes de que lo llevaran al asilo. Se metieron por la calle de las escuelas y siguiendo por la de la Bomba, llegaron al Cuesto. Allí se bajó del coche, miró para su casa, la vio medio derruida y se fue a sentar al poyo de la casa que está frente del hospital, el mismo donde tantas primaveras y veranos había pasado calentándose al sol con la cabeza apoyada en las manos, esperando  la hora de las actividades  litúrgicas.

Siguiendo la antigua costumbre, fue a la taberna que había enfrente y, como tantas veces, se sentó en un peldaño de la escalera que ascendía al piso superior y pidió: María, ponme una jarríca que, esta vez sí va a ser la última.   La tabernera, como si no hubiera transcurrido tiempo alguno desde la vez anterior, le dio el acostumbrado medio cuartillo de vino. Manolo lo bebió con parsimonia saboreándolo con fruición. Tenía el tiempo muy calculado; le dijo adiós a María; salió de la taberna y cerró la puerta. Eran las once y media.

Accedió a la iglesia desde la calle los Labradores sin que nadie  lo viera. Gateó al campanario por la granítica escalera de caracol y contempló el paisaje que tantas veces había visto. Asió con la mano derecha la soga que pendía del badajo de la campana grande y la de la mediana con la izquierda. Apoyó la cabeza en la pilastra que separa los vanos campaniles y, cuando el sol estaba perpendicular al canto sur de la espadaña, Manolo, al mismo tiempo que el reloj de la plaza, hizo sonar la primera campanada. Eran justo las doce.

“Tin tin tan, tarantán tarán tarán, tararantán, tarán tarán, tran, tran  tran. Molinera molinera molinera tan tan tan”. Acordes, florilegios, arpegios, armonías, maravillosos sones surgían de las campanas del convento tañidas por las manos más prodigiosas que repicaron en campanario alguno. Eran Pau Casals y Sarasate al   unísono frotando  sus arcos por las campanas gorda y mediana de la espadaña. Asombrosas melodías llenaron  el aire de la villa aquella luminosa mañana  de mayo.

Todas las cabezas de quienes llenaban el pueblo, ya desde los primeros sones, lentamente al unísono,  volvieron sus miradas hacia el campanario. En pocos segundos el gentío que se había dispersado por las calles se  concentró en la plaza de san Francisco. Nadie hablaba, nadie se movía. Todos, como si un fuerte imán los atrajera, solo tenían ojos y oídos para gozar del maravilloso concierto que Manolo, como interprete único, les ofrecía desde la altura del campanario. El repique puede que durara una hora y fue para sus paisanos un tiempo de embelesamiento, de éxtasis, de embriaguez, que los mantuvo sumidos en los recovecos de la memoria donde, desde siempre, pero sin poder materializarlos, se repetían  cuando evocaban a su pueblo.

Y ya todos comprendieron el porqué de su concentración aquel día en la villa.

Nadie vio a Manolo descender del campanario, su figura se fundió en el sonido de las campanas y, trepando por la espadaña se incorporó al lugar donde intemporalmente permanecen imágenes y sonidos.

Aquella fue la última vez que las viejas campanas del convento repicaron. Nadie se atrevió nunca a romper el hechizo. Pasado un tiempo verdearon de cardenillo, los cabeceros se agrietaron y se pudrieron, las campanas cayeron del campanario. Se suicidaron. Hoy todavía se pueden ver las señales de la caída en la granítica balaustrada de la espadaña.

 

 

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miércoles, 27 de abril de 2022

El Tratado de Alcañices

El próximo 12 de septiembre se cumplen setecientos veinticinco  años de la firma del acuerdo  que ha pasado a la historia como la Concordia o Tratado de Alcañices. Dicho acontecimiento se formalizó en la fortificada villa de Alcañiças en 1297, negociado por la alta nobleza y firmado por los reyes de Castilla Fernando IV (por el que ejercía como regente su madre María de  Molina, ya que Fernando tenía solamente 12 años) y  de Portugal Dinis I.  En ese acto pactaron, entre otras cosas: la ratificación de compromisos matrimoniales, la defensa y protección de sus reinos frente a terceros, cesión de tropas por parte de D. Dinis e intercambio de territorios, varios de los cuales ya pertenecían de facto al otro; lo que conllevó   la delimitación territorial, el establecimiento de la frontera, entre uno y otro reino. Circunstancia  que, con escasas variantes, sigue vigente en la actualidad. 


 Ambos monarcas vinieron acompañados   por la nobleza y la alta curia de sus respectivos reinos. Probablemente en ese tiempo la villa fue una de las localidades de Castilla que  más gente albergaba. La presencia del rey  hizo  que Alcañiças fuera  durante esos días, todo un mes,   como la capital del reino. Al ser la corte itinerante, donde estaba el monarca estaba la capitalidad. Los Templarios, con el maestre de Castilla Rodrigo Yáñez a la cabeza, orden a la que en varias ocasiones distintos reyes habían concedido y confirmado el señorío de Alcañices, ejercieron de  anfitriones.

domingo, 3 de abril de 2022

UN DÍA CUALQUIERA DE MEDIADOS DEL SIGLO XX EN LA PLAZA MAYOR DE ALCAÑICES

Vista de la Plaza Mayor de Alcañices en la década de los 80 del pasado siglo. 

       


    No  ha amanecido y ya los hermanos Román Losada -Manolo, Paco y Antolín- suben la cuesta de La Herradura y cruzan la plaza camino del horno para  comenzar los trabajos de la elaboración del pan. Hay que hacer las tortas pronto y atender a los clientes madrugadores. Es posible que sea una de las últimas veces que Manolo, el mayor de los hermanos, haga este recorrido, ya que en unos días va a casarse con una chica de San Vitero y tiene previsto establecerse allí para poner una panadería. 


    El siguiente en aparecer, aunque en dirección contraria, sube por Castropete hacia la calle del Hospital, es Manuel Noro “Vila”. Es uno de los dos churreros que hay en el pueblo. Tiene la churrería en el bajo de la casa de la viuda de Monforte, la “Roja”, (apodo que le viene   del color de su pelo, no por ideología), y quiere tener los churros para cuando llegue el  coche de línea en el que vienen clientes. Algunos  son habituales: Rafael el del Bostal, Damián, de Rábano, con sus piedras de variscita en el bolsillo y también algunos de Nuez. Van a Zamora a médicos, negocios y/o a consultas con abogados. Inocencio, el conductor, y Manolo “el del Correo”, el cobrador, también pasan todos los días por la churrería a tomar un café con leche, unos churritos y, si cuadra, una copichuela de aguardiente que en el autobús no hay calefacción. Al autobús sube "Felismina", va a ver a Manolo Augusto “el de la Elisa”, su marido, que unos días antes lo pillaron con el fardo y lo llevaron para Zamora.

lunes, 10 de mayo de 2021

CALLE DE LA FUENTE, ÚLTIMO PASEO

Calle de La Fuente (FOTOGRAFÍAS DE JOSÉ RAMOS VAQUERO)

Para mí, y creo que para la mayoría, esta calle empieza donde termina la plaza del Reloj y lleva este nombre la que continua hasta la fuente y la que se abre bordeando la muralla.  Hasta no hace mucho, supongo que ya no, la que va hasta la fuente se llamaba  José Antonio.

Después del comercio de la Chata hay una vivienda que pertenecía a Francisco España. Este señor se había marchado de Alcañices hacía tiempo y dejo en el pueblo,  en casa de Tomás España, a su hija  Manolita. Cuando volvió era prácticamente un desconocido. Manolita estaba casada con Gamaliel Sánchez y el matrimonio vivió en esta casa.

En la siguiente, que estaba construida sobre cimientos de durísima  peña, vivía la familia de Manuel Míguez “el Zorrico”. Recuerdan  aquello de: mi madre es mi tía y mi tía es mi madre. Era una familia grande, varios hijos y varias hijas. Las hijas eran, siguen siendo,  guapas, una de ellas, Julia, continua  en la Villa y alguna de las hermanas suelen venir en el verano, sobre todo en las fiestas de San Roque. 

domingo, 2 de mayo de 2021

PLAZA DEL RELOJ Y LA OBLIGA

Subiendo a Dentro la Villa desde la plaza, se abre esta plazuela. En la acera de la derecha  tiene la entrada  la vivienda de la familia de José Calvo y Josefa Leal. A la farmacia se accede por la plaza. La casa  llega hasta la calleja del Reloj a la que dan las traseras de las de la plaza. En esta calleja solo existe una  vivienda que pertenece a Alberto Pérez. En la esquina está la Torre, cubo de la muralla, que da nombre al recinto. Voy  a reproducir lo que escribí en 1984 en las tesina para obtener la diplomatura  de Graduado Social que titulé Historia y Socio–Economía de Alcañices. “El reloj está instalado en un cubo de la muralla. Es un torreón semicilíndrico de mampostería y piedra de sillería rematado por un tejado de pizarra sobre el que está instalada una forja de hierro que sostiene la campana dominando todo el pueblo.


En contraposición a lo que dice su leyenda:

                      Si pasas por Alcañices,

No preguntes que hora es

Porque el reloj de la Villa

Da la una y son las tres.